Artículo de Richard Webb, publicado en El Comercio el 24.09.2017
Hice una apuesta con el presidente. Él estimó que
la población del Perú llega a 32 millones; yo que apenas somos 30 millones. La
apuesta se dio durante una exposición ante el Consejo de Ministros acerca del
censo nacional que se realizará el próximo 22 de octubre.
Tramposamente, me aproveché de información que aún no es de dominio público. Habiendo transcurrido casi diez años desde el último censo, nadie sabe a ciencia cierta el tamaño exacto de la población, pero los expertos saben que se vive una desaceleración, consecuencia de una reducción en la natalidad. La familia peruana promedio ya no consiste en cinco sino en tres y medio personas pero el efecto de esa tendencia no se ha incorporado aún en las estimaciones de población publicadas. En Internet, por ejemplo, hay afirmaciones oficiales recientes que respaldan la apuesta del presidente, y señalan una población del orden de 32 millones.
Hace dos o tres décadas, el dato poblacional era
interesante pero poco relevante en la vida nacional. Hoy, gracias a las nuevas
tecnologías de procesamiento digital los datos están en el centro de la
conducción, tanto del Estado como de los negocios. Los medios se llenan de
números, los censos y las encuestas se multiplican, y no sorprende entonces que
el censo motive una larga discusión por parte del Gabinete. Hoy, los planes y
presupuestos de cada sector del Gobierno se formulan y se aprueban en base a
diversas estadísticas que, en su mayoría, son provistas por el INEI, y que en
gran parte se sustentan en los datos del censo.
Ese nuevo apetito por los datos nos obliga a una
reflexión acerca de su calidad, en especial acerca del famoso “margen de error”.
Este término aparece cada vez que se publican encuestas, creando una impresión
de exactitud. Pero es engañoso porque induce a pensar que el pequeño error
técnico que dicen medir es el único posible error. Sin embargo, las encuestas
pueden contener una variedad de errores no sospechados por el lector, derivados
de un inadecuado diseño del cuestionario o de un trabajo de campo imperfecto.
La posibilidad del error no se limita a las encuestas sino que abarca todo tipo
de estadística, y la guerra para minimizarlo es una parte central del oficio de
los expertos estadísticos.
Un resultado del esfuerzo continuo de
perfeccionamiento es que la exactitud de cada dato no se logra de inmediato
sino gradualmente, según se va obteniendo información adicional que permite
afinar las estimaciones originales. De allí la incómoda necesidad de publicar continuas
revisiones de los números, práctica común de los INEI de la mayoría de los
países. Estados Unidos, por ejemplo, publica revisiones anuales de sus cifras
del PBI de años anteriores, sorprendiendo al público que debe reacomodar sus
explicaciones teóricas y políticas.
La nueva importancia de la estadística plantea un
reto de gobernanza. Cada día es más necesaria la calidad y la autonomía de los
proveedores de datos. El público debe comprender las limitaciones técnicas de
ese oficio y respetar la honestidad de los técnicos, así como respeta a los
meteorólogos que predicen la ruta de un huracán, aunque sabemos que también
pueden equivocarse y deben estar continuamente revisando sus proyecciones.
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